27 de diciembre de 2014

Adiós...

Esta es la última carta que te escribo.
Te digo adiós, para siempre.
Porque tu mitad y la mía han dejado de extrañarse.
Porque no me quedan motivos para ir detrás de tus recuerdos.
Y tal vez este sea un camino más largo.
Más largo que el que un día íbamos a recorrer los dos.
Pero te fuiste, dejándome sola con tus miedos.
Con la esperanza de que nuestros ojos volverían a coincidir.
Y en un extraño segundo se encontraron, pero ya no eran los mismos.
Los dos sabíamos que no, que ya no.
Que hacía tiempo que nos habíamos dicho adiós.
Aunque lucháramos por creer que todo estaba donde antes.
Hacía tiempo que las sábanas de la cama estaban congeladas.
Y la almohada se llenaba de todo aquel dolor.
Porque ninguno de los dos sabía explicar qué había pasado.
Pero ya no quedaba amor.
Y aunque daba vértigo, aprendimos a olvidar.
A olvidarnos.
Aprendimos a mirarnos al espejo por separado.
Y realmente entendimos que el futuro se compone de brasas que arden dentro.
De vuelcos que nos da la vida.
Cuando mirando hacia adelante, sin querer, volvemos al pasado.
De choques y precipicios.
De miradas que anhelamos una noche inesperada.
De miradas que buscaríamos toda la vida.
Por el temor a que sin ellas nada tuviera sentido.
Por el miedo al vacío.
Al después.
A lo que seríamos sin nuestra mitad.
Y es entonces cuando volvemos a engañarnos.
Pensando que algún día será como si el tiempo nunca hubiera pasado.
Que volveremos a ser eternos.
Pero ahora es tarde.
Y es el paso de las horas el que se hace eterno.
Son los besos que no dimos los que más echamos de menos.
Todo lo que se nos escapó entre los dedos sin saberlo sujetar.
Y que triste es perder así, dejando correr el tiempo.
Que duro es escribirte entre momentos.
Si hubiéramos creído entonces…
Podríamos haber volado.
Y jugado, tal vez, con los desencantos de la vida.
Pero el calendario nos mira como a dos que se perdieron.
Como a dos enamorados que huyen.
De ese amor que es para siempre.
De un adiós que se resiste.

Porque esconde un “quédate”.

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